22 de abril de 2010

Naturaleza y cultura en el Velorio de Oller

Si uno contempla la emblemática pintura El velorio, y elude la centralidad de la figura humana en la composición, notará, en el plano superior, más de una veintena de mazorcas de maíz colgadas. Están oreándose, es decir secándose. Una de ellas está desgranada a mitad.

Igualmente, podemos observar un cerdo asado matizando el centro, -empala`o o envara`o como le llaman en las lechonera Bruno, en Humacao- -, cargado al interior por quien posiblemente le dio las últimas vueltas sobre las ascuas.

El animal, convertido en comida en una de las formas más primitivas de cocina – por medio del contacto con el fuego abierto- compite con la llamada que indudablemente nos hizo Oller para que fijáramos nuestros ojos en el negro viejo y en los significados sociales que su gesto enlutado evoca. Y claro, en las señas irreverentes del resto de los personajes ante el memento mori.

Si desplazamos la mirada un poco a la izquierda de la cabeza del cerdo, notaremos, amarrados al colgadizo de enfrente, dos racimos de plátanos: uno, el de la derecha, ya ha rendido sus frutos a los comensales, pues sólo porta un gajo con siete plátanos; el otro, cuelga mostrando su abundante generosidad. Llama la atención el espacio que ocupa en la composición.

Con más cuidado y agudeza visual, nuestra mirada puede detectar, en el plano inferior izquierdo, un calabazo de arroz a medio comer caído en el suelo. En frente, también en el suelo, hay un plátano verde sin comer. Tres infantes, uno negro, otro blanco y otro mestizo, riñen, en medio de llantos, por su porción de comida. En la escena hay varios objetos relacionados con la alimentación: la higuera o calabazo, utensilio campesino, que entre otras cosas, se usaba para servir la comida a la mesa, una cuchara de metal, que posiblemente se usó para servir las porciones de arroz a los niños, un tenedor – que en la bronca se ha enterrado en el trasero del niño negro, un plato de loza roto, caído en el suelo como resultado del desorden, una mesita de madera sobre la que debió descansar el calabazo de arroz, y por último, lo que parece ser una dita de higuera, usada como plato de comer.

Aunque también jalonan la mirada la bebida, los gestos que acompañan el acto de beber y la ubicación deliberada de sus recipientes en la escena, aquí sólo me interesa reflexionar sobre los alimentos.
Entonces ¿cuáles podrían ser algunos de los significados de los alimentos representados por Oller en el Velorio? Creo que podemos descubrirlos si seguimos las ideas de Carolin Korsmeyer.

Según Korsmeyer, cuando los alimentos forman parte de una pintura en la que hay un relato mayor predominante- como es el caso de El Velorio-, ellos no llaman la atención sobre sí mismos. Pero esto no significa que sean triviales en el relato, y que no presten su significado a una historia más importante, reforzando el valor simbólico de la narración superior.

Por lo tanto, aunque los alimentos aparenten ser sujetos humildes en pinturas mayores, ello no quiere decir que no tengan una historia natural tras de sí que ayude a conformar los imaginarios alimentarios y las formas como ellos son representados en la sociedad en que se inscriben. Los alimentos, además de poseer cualidades naturales que los hacen “buenos para comer” en la sociedad en que se inscriben, ésta, con el tiempo, los transforma en objetos “buenos para pensar”, adscribiéndole significados simbólicos. Francisco Oller no estaba ajeno a es doble rostro de los alimentos.

Por eso, aunque una de las reacciones inmediatas que provoca El Velorio en el espectador es la perfección pictórica de los alimentos, la mimesis no esconde otras ideas que Oller quiere sugerir al observador reflexivo. Ello lo logra, a mi modo de ver, al evocar, con varios elementos de la composición (línea, volumen, luz, color y textura) una relato de reciprocidad entre la historia natural – bromatológica si se quiere- de los alimentos representados (aquella de ritmo lento, conformada con escasa intervención humana, pero descubierta por los comensales de entonces); y la historia cultural que alrededor de ellos ha cristalizado en el momento en que se compone la obra (sus usos culinarios y sus significados en tanto objetos de consumo en una sociedad diferenciada). Todo ello le sirve para elaborar un discurso moral de la sociedad.

20 de abril de 2010

Carta a Susana sobre las Musas que fríen

Estimada Susana
Cuando te escribí hace unos días  lo hice motivado por la emoción - algo aguijoneada por una envidia santa- de saber que una boricua estudiaba en la Universidad de Ciencias Gastronómicas- modelo que siempre me ha fascinado como proyecto para Puerto Rico-; pero sobre todo porque desde allí le hablabas al mundo- llena de poesía- sobre la cocina puertorriqueña. Es una escritura urgente en nuestra “literatura” gastronómica.

Confieso que leí todos tus posts. Pero el que te comenté me cautivó por esa oposición crispante que anunciabas en el título. Me provocaba saber cómo conciliarías la representación de las Musas- no la historia de algunas de ellas- con la cocina, una tarea que, aun cuando ha sido- y es- el gesto más completo de afecto, protección, ternura y arte, por mucho tiempo se representó como una acción efímera, al menos en Puerto Rico.

El título, pues, prometía una torcedura de tuerca a la “freiduría”, un acto culinario por siempre tenido como “simple”- y hoy en cierto modo estigmatizado- en nuestra cocina. En fin, te encargaste de decir que todo acto culinario, si está lleno de esmero, produce gozos y delicias, como los que debieron experimentar Adán y Eva al comer de su huerto antes de probar el fruto del árbol del bien y del mal.

Qué aliviado me siento ahora que leo que mis comentarios los tomaste como “información que desesperadamente necesitabas”. Acepto lo que me parece una deferencia cortés, pero te aseguro que inmediatamente después de pulsar “send”, me sentí el ser más pedante del Caribe, precisamente porque en estos menesteres la información es difusa y difícil de validar. Te ruego que aceptes mis comentarios como pensamientos en alta voz, originados en mi formación historiográfica. Todavía queda mucho por decir.

En estos momentos mi libro lo puedes conseguir en la librería la Tertulia, en Río Piedras. También en las oficinas de Ediciones Puerto, en Santurce. Ambas empresas tienen web sites. No obstante te sugiero que llames a Ediciones Puerto, que tiene el contrato de distribución, y  lo adquieras directamente. Te ahorraras algunos pesitos.

Me apena mucho saber que nadie pudo conseguir mi libro para enviártelo a Italia, y que tus gestiones para adquirirlo no tuvieran resultado. Al día de hoy, muy a mi pesar, no tengo ni una copia para obsequiarte. La distribución del texto no ha sido la mejor.

Por supuesto que sacaré tiempo para tomarnos un cafecito, del que me gusta que es el Café Finca Cialitos. Comunícate al Departamento de Humanidades de la Universidad de Puerto Rico en Humacao (787-850-9354) o escríbame al E-mail que tienes o al correo cruz.ortiz@upr.edu

Cordialmente

Cruz M

13 de abril de 2010

Agrópolis: la feria del bacalaito gigante

Asistir a un evento como Agrópolis, que se precia de ser la Feria Anual de Productos Agrícolas más grande del país, es confirmar cada vez más nuestra realidad agrícola: el porciento de la producción alimentaria nacional continúa en picada.
A mi modo de ver, el evento ha devenido en la más falaz pretensión de hacernos creer que existe una agricultura alimentaria auspiciada, segura y protegida.
Por eso es que a una década de su inauguración, en la feria es mayor la oferta de orquídeas y plantas ornamentales, artesanías de poca gama, y kioscos de comidas, que las muestras de empresas agrícolas organizadas.
Y es que el cielo no se tapa con la mano. Aun cuando Agrópolis ha cambiado su escenario al municipio de Caguas- hoy llamado “El nuevo país”-, y Sams, y Wal Mart se anuncian como patrocinadores de los agricultores, el montaje no puede esconder la enorme dependencia de nuestros estómagos- y a la larga de nuestras mentes- con la comida importada.
La gigantesca importación de alimentos, -74 millones de libras en 2008- , hace disponibles alrededor de 1,857 libras de las 2, 227 libras que nos comemos anualmente. Abasto digno de envidia para los países más pobres, él nos ha hecho creer que vivimos en el paraíso de la “seguridad alimentaria”. Por lo tanto, basta con patrocinarlo una vez al año, como si fuera una fiesta de patrón.
Más si miramos a los números de otra manera, la noción de “seguridad alimentaria” se ensombrece, aun con los márgenes de error de toda estadística. Veamos algunos ejemplos.
Al finalizar el año 2008, cada uno de nosotros se había comido 14.2 libras de legumbres frescas. Pero de éstas, sólo el 1.2% llegó a nuestra boca desde la agricultura nacional. Igualmente, nos comimos 248.9 libras de carne, de ellas sólo el 14.7 % vino de la avicultura y la ganadería del país.
La cifra del renglón de los cereales puede que nos haga empezar a pensar de otra manera: de las 194.8 libras que nos comimos en 2008, ninguna se produjo en el país.
No me precio de la corrección de mis cálculos, pero si en algo se aproximan, cabe pensar lo siguiente. En el 2009, tuvimos un abasto de arroz para consumo diario de aproximadamente 751,874 libras. De éstas, nos comíamos, en un día normal, 741,000 mil.
¿Qué ocurriría si el comercio tuviera que reducir, por alguna razón de peso, la importación normal de arroz por un período prolongado? Me dirán que hay otras opciones en la cornucopia.
¿Pero cómo reaccionaríamos a la ausencia de un alimento de enorme significación en la matriz alimentaria puertorriqueña? Vale recordar sólo un evento. Las huestes que desvalijaron los supermercados en 1973, en la primera gobernación de Rafael Hernández Colón, actuaron bajo la consigna de que “sin arroz no hay comida”.
Y en efecto no lo hubo por buen tiempo, pues la única empresa importadora decidió detener los embarques ante la política del gobierno de imponer un arbitrio al cereal. Y que conste que había otras opciones.
¿Por qué, pues, no puede ser como en la República Dominicana, para sólo dar un ejemplo? La vecina nación importa más cereales de los que produce. No obstante, el 27% de los que come se cosechan en el país.
Con semejante trasfondo, Agrópolis no hace más que representar una agricultura de recreo, o cuanto más, un boleto de un día al folklore. Pero eso sí, el boleto tiene vuelta…a la hora de los “munchies” agrandados, como el “bacalaito” gigante de mis fotografiados.