Hija de la industria cárnica de Chicago, llegó a Puerto Rico vestida con el traje que le inventó Arthur Libby en 1875: pote metálico de forma trapezoidal.
Hoy, por eso de nuestro acendrado machismo, esta carne industrial tiene género masculino: Cuando la ordenamos en un fonda decimos "prefiero el corned beef". Igual, una ama de casa que no la encuentra perdida en los estantes del hipermercado, pregunta por ella al dependiente del siguente modo ¿Dónde está el corned beef, señor?"
El arribo del corned beef a nuestras playas muestra que las cocinas son conservadoras pero se abren al cambio. Por eso el corned beef tiene nacionalidad puertorriqueña aún cuando su patria culinaria es norteamericana.
Combatido por melindres de la economía doméstica, obcecada con la asepsia de una comida que no se podía ver, la insuficiencia proteínica de los puertorriqueños y el parentesco del corned beef con el tasajo de barracón escalvo le allanaron el camino para debutar en el lugar de los humos y los olores.
Su identidad definitiva lo adquirió entre 1950 y 1960. Y no fue inventada. Fue el resultado de un gobierno que dio Pan a miles, secuela del supermercado moderno, y fruto del gesto audaz de las mujeres que quisieron liberarse de la tiranía de la cocina.
El corned beef fue, a la vez, primer bocado cárnico de miles de niños descalzos, y progenitor del “convenience food” contemporáneo.
Pero porque la cocina es, además de esmero, saber hacer mucho con poco, nos inventamos prepararlo a modo de guiso. Todo en abierta violación a su fórmula original, que es en tajadas para emparedados. Por eso la envoltura del pote lo anuncia así todavía.
Pero porque la cocina es, además de esmero, saber hacer mucho con poco, nos inventamos prepararlo a modo de guiso. Todo en abierta violación a su fórmula original, que es en tajadas para emparedados. Por eso la envoltura del pote lo anuncia así todavía.
Hoy día se importan a la Isla 7.6 millones de libras de Brazil, 1.1 millones de libras desde Argentina y 869 mil libras desde Uruguay.
Fiambre que llenó huecos proteicos y espantó el fantasma del hambre, comida industrial que se quitó el sombrero ante el sofrito y la imaginación de los guisanderos pobres, comestible barato que alimentó el imaginario igualitario de las amas de casa, carne de segunda que en el consorcio negritud y comida ascendió, como relleno de alcapurrias, a los recetarios de alta gama, ya no tiene el mismo papel alimentario.
Hace apenas cincuenta años, tres onzas de corned beef nos metían 213 kilocalorías, buenas para producir energía a un cuerpo que cortaba caña, caminaba hasta su trabajo o andaba a coger la AMA. Igualmente le introducían 855 miligramos de sal a un trabajador que se deshidrataba plantación adentro. Con ellos restituía el balance de agua en su organismo.
Esa carne, que ya cumplió su función histórica, y que hoy se sabe que su principal aditivo, el nitrito de sodio, promueve el cáncer estomacal; ésa…ésa mismita, que engorda la barriga de 2.6 millones de boricuas en sobrepeso, es la que hoy rebajan los importadores de alimentos para decirnos, en medio de la recesión, que nos alivian el bolsillo y ayudan a agrandar nuestra canasta alimentaria.
A ellos debemos decirle, no sólo de corned beef vivimos los puertorriqueños.
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