20 de marzo de 2009

Las viandas, la formación de los sentidos y esa entrañable relación con la cocina de las madres

Al igual que otros alimentos históricos que ya muestran un visible desgaste en la alimentación cotidiana puertorriqueña- pienso sobre todo en la harina de maíz y en la erosión gradual del arroz-, el consumo de amiláceas muestra un lento pero persistente reajuste. Ciertamente no se trata de curvas tan fuertes como las del bacalao o la de las habichuelas, pero en la última década han comenzado decaer. Claro, la bromatología de las viandas no les ha permitido evolucionar para insertarse fácilmente en un modelo urbano – y en cierto modo barroco, de confeccionarlas. No resisten todo lo que pueda incorporárseles del mercado planetario y de las tecnologías culinarias. Pero, sorprendentemente, aún están ahí.
Me parece que en esa permanencia hay varios elementos “conductores”, algunos de los cuales vienen conformados por la entrañable relación que históricamente mantuvo la población con ellas en la etapa primaria de alimentación, en contextos considerablemente restringidos de opciones alimentarias.[1] Veamos.
Como es sabido, las viandas fueron por mucho tiempo comida para infantes en la etapa posterior a la lactancia. A ello contribuyó la alta cantidad de agua y almidón que contienen, y por lo tanto por su excelente cualidad para convertirse en alimentos blandos y digeribles en el período de crecimiento en que no hay formaciones dentales sólidas y permanentes. En esta etapa, nos ha dicho el sociólogo Pierre Bourdieu, los gustos alimentarios registran una de sus más indelebles marcas. Si seguimos a Bourdieu, es en este curso precoz donde los aprendizajes primarios ‘sobreviven durante más tiempo al alejamiento o el derrumbe del mundo natal y... sostienen de modo más durable la nostalgia.’


Si consideramos, pues, que el desarrollo de los gustos alimentarios se encausó por la vía de la cocina de las madres – inmersas, como estuvieron hasta la década de 1950, en contextos alimentarios limitados-, así como por la vía del aprendizaje derivado de la observación, la influencia de los semejantes y la interiorización de ciertas reglas y normas, entonces la presencia cotidiana de las viandas en la alimentación debió ser decisiva en la formación de lo que más atrás he llamado el paladar memoria. En esta etapa es que los sentidos comienzan a experimentar, y luego a rechazar o a aceptar, ciertos sabores y olores, colores y texturas.
En la etapa precoz de la formación del gusto los infantes tienden a ir a la caza del sabor dulce antes que a otros sabores, como el amargo, el salado o el agrio por ejemplo. El dulce, tan sobresaliente en las viandas, pudo convertirlas en alimentos esperados asociados con sabores agradables en esa etapa prematura. Lo mismo pudo haber sucedido con los colores que más se asemejan al color de la leche materna y con las texturas blandas. En este sentido el papel de las viandas como papillas majadas, purés, o tortitas para infantes, debió constituirse en elemento culinario que atravesó estos importantes cauces diseminadores, resistiendo, hasta muy recientemente, los deslizamientos de los saberes pediátricos y las fórmulas industriales para bebés.
Incluso del lado de las madres las amiláceas entrañaron siempre una intervención, más que con ningún otro alimento, de las manos, los dedos y la boca en tanto registros para determinar temperaturas, consistencias y texturas de alimentos destinados a los críos. Ello debió acentuar su reconocimiento como comida adecuada para recién nacidos hasta las décadas intermedias del siglo xx. Las viandas pues, siempre estuvieron - y aún se deslizan- por este lado de la conformación de los gustos alimentarios.
Por otro lado, en las etapas de alimentación infantil se experimentan además ciertas relaciones afectivas que parecen contribuir también al desarrollo de los gustos alimentarios. Claude Fischler ha señalado que el gusto es ‘un sentido fuertemente teñido de afectividad, coloreado de emoción.’

Así, la forma diminutiva con que se nombran aún varias confecciones que se preparan con viandas - bolitas, tortitas, buñuelitos, tortillitas, bocadito de batata - no solamente significa su forma o tamaño, sino además la cristalización, en los diminutivos, de relaciones llenas de ternura y afecto. Ellos son el residuo de lo que antes debieron ser relaciones en las que de un lado se ponía esmero y amor, y de otro se experimentaba seguridad, calor y contacto.
En tal interacción de afectos y sensaciones se suscitaba una relación de reciprocidad entre madre y criatura, tanto por la textura suave y blanda de las tortitas o bolitas, sino además por su color blancuzco y su tibieza, que en cierto modo aparentaban el color de la leche materna y su temperatura. Como es sabido, ambos elementos juegan un papel importante en el aprecio o rechazo que se les guarda a los alimentos. A estas dimensiones se les suma el significado que a las viandas como alimentos apropiados para algunos ciclos de la vida o ciertas condiciones de salud, como por ejemplo el embarazo y el período de lactancia, o las enfermedades, sobre todo las gastrointestinales. En épocas anteriores en que el acceso al cuidado médico era precario, las viandas aparecían como una cocina dietética y terapéutica. En efecto, aún se les consideran alimentos reparadores, con todo y los cambios biogenéticos que les han provocado. Todavía es común recomendarlas para estómagos débiles y despeños intestinales.
En resumen, las viandas históricamente estuvieron del lado de la cocina de las madres, uno de los cauces más importantes en la diseminación de los gustos, según Fischler. Cierto es que desde hace apenas cinco décadas hay en Puerto Rico infinitud de posibilidades para la conformación del gusto alimentario infantil, incluso se sabe que los gustos o aversiones innatas pueden ser modificados por el contexto social, por las posibilidades de elección- que hoy son muchas más -, y por el capital cultural o educativo que se disemina en el contexto familiar y escolar en que se desarrolla el niño. Teóricos como Claude Fischler sugieren, a diferencia de Bourdieu, que en los alimentos degustados en la infancia, por vía de la cocina maternal, no está necesariamente – aunque no lo descarta- el origen de los gustos más arraigados o duraderos.Señala, además que en la propia idea de la perdurabilidad que elabora Bourdieu puede haber un grado de nostalgia. Pero me pregunto, ¿será únicamente por nostalgia que aún le guardamos estimación a las viandas, incluso entre ciertos jóvenes que no se criaron en le contexto de opciones que se criaron sus madres? Es posible que entrelazada en la estimación como alimentos cotidianos se encuentren ambos elementos: la centralidad que ellas tuvieron - y tienen aún- en la alimentación infantil, y la imagen de alimento que evoca, en los platos de los más adultos, la añoranza de épocas alimentariamente limitadas, sí, pero ricas en productos frescos y generosos de la huerta rural.

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