1 de octubre de 2010

¿La gran cocina del Caribe o la anticocina de los cocineros mortales?

Una sopa fría de parcha, montada con helado de queso de cabra tocado de estragón, es el plato prendido por la foto de portada en el libro Puerto Rico: la gran cocina del Caribe.


En el retrato yace serena la sustancia, acoplada a un helado que han montado antes del clic. Un fajo de “miramelindas” rojas sirve de fondo, reluciendo el naranja de la sopa y el blanco inmaculado del helado y el plato.

Todo reluce en la tapa de un libro de 10” ½ pulgadas de ancho por 12 pulgadas de alto. Tamaño insólito para un género que perdió, con la economía doméstica, su linaje literario, el vestido obliga los libreros a exhibirlo hoy en vitrina, sin apretujarlo en los aparadores de los recetarios modestos.

Los chefs Santi Santa María y Eric Ripert evocan, en dos prólogos, sus memorias gastronómicas en la Isla. Táctica editorial bien pensada, ella puede seducir a cualquier “foodie” a comprar el libro, antes que por la simpatía que ambos maestros muestran hacia la cocina popular puertorriqueña, por la bien ganada fama internacional que tienen en el mundo culinario de alta gama.

José Luis Díaz de Villegas, el periodista gastronómico más leído en Puerto Rico desde 1970, sigue con un resumen del trasfondo histórico de la cocina puertorriqueña, hermosamente decorado con reproducciones de obras con temas afines realizadas por artistas puertorriqueños.

Las reproducciones y la fotografía de estudio quedaron al cuidado del artista Jochy Melero. De calidad insuperable son de las fotos gastronómicas del equipo de Melero, arte en el que fotógrafo no actúa sólo sobre sus objetos ópticos, sino en meticulosa colaboración con los chefs, los directores de arte, y los técnicos de comida y utilería. Melero y su equipo alcanzan el fin de la fotografía gastronómica: provocar estímulos organolépticos intensos, aun cuando al lector se le haga imposible reproducir en su cocina el plato fotografiado.

José Luis Díaz de Villegas hijo, es el encargado del diseño gráfico. Aprovecha las dimensiones de libro para disponer el texto escrito en direcciones y formas diversas, muchas veces haciéndole el juego a los objetos visuales. Ello provoca un ejercicio de lectura transeúnte entre la palabra escrita y las imágenes, lo que marca una ruptura con el laconismo de los recetarios antiguos, y anuncia, en los libros gastronómicos, el privilegio de la imagen sobre la normatividad de las recetas.

Puerto Rico: la Gran Cocina del Caribe es el más espectacular- y posiblemente el más costoso-, jamás publicado por la Editorial de la Universidad de Puerto Rico en este género. Aun cuando tiene más de cien recetas, su montaje lo hace un libro de arte antes que un libro de cocina. Sin duda los colaboradores están muy cerca de proponer que la cocina puede ser arte – aun cuando algunos no lo piensen así debido a la fugacidad del objeto comestible en tanto se deglute-.

Más en ese empeño, han elaborado una propuesta culinaria exclusivista, algo que ya se anuncia con el calificativo Gran Cocina del Caribe en el título, y en sus grandes chefs. Ciento treinta y dos (132) recetas están repartidas en cinco capítulos, cada uno dedicado a un chef profesional en el ámbito de la culinaria profesional de Puerto Rico. Un comensal orientado a comprar libros de cocina “para cocinar”, seguramente tenga dificultades para ejecutar muchas de las operaciones culinarias que se emplean en las recetas.

Si bien es cierto que el título refiere a que en Puerto Rico hay una gran cocina que es particularmente distinta de las del resto del Caribe -por eso es la ‘gran cocina’-, ella motiva reflexionar sobre las dimensiones de la “cultura culinaria contemporánea”.

¿En esa gran cocina hay una significación de la idea de ‘cocina’ del comensal proverbial, formada por la familiaridad con ingredientes reiterados, sabores reconocidos, técnicas compartidas y lo que yo llamo el paladar memoria?

Si la ‘cocina’ es la ‘experimentación reiterada’ con productos específicos, la organización de reglas para convertirlas en recetas, la reunión de las recetas en menús, y finalmente las prácticas sociales que se desarrollan, de entrada, pues, el libro anuncia una cocina nueva, distinta a la que la mayoría de los caribeños significa como propia de su país o región.

Pero precisamente esa es una de las intenciones solapadas del libro. Mostrar que la cocina, aunque conservadora, no es estática, y es, como acierta Massimo Montanari, ‘extremadamente sensible a los cambios, a la imitación, a las influencias externas’. Es abierta, como el lenguaje, y como él, reproduce ‘cultura’.

Pero claro, la cultura no es lisa y homogénea. A su interior hay diversidad, fragmentos, modalidades. Si siguiéramos el ‘triangulo culinario’ de Lèvi Strauss, el libro en cuestión no reproduce una cocina ‘cruda’, o sea, desnuda y natural, más bien encarna, mayoritariamente, una ‘cocida’, es decir, revestida y compleja.

Extremadamente compleja, en efecto. Quizás aquí radique su mayor debilidad como recetario, y el mayor reto, sin duda para los guisos cotidianos de los cocineros mortales.

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